27 noviembre, 2005

Desaparecer sin apellido





Luisa Ruiz y Ruperto Fernández perdieron a su hijo Jordan hace casi ocho años. El chico desapareció de un liceo en La Unión, donde estaba interno. Su padre se enteró tiempo después, cuando fue a esperarlo a la salida.



HISTORIAS DE CHILENOS PERDIDOS EN EL ANONIMATO


Durante diez días, la búsqueda de Chago Errázuriz sacudió a la opinión pública. Sandra Tolosa hizo lo propio arrodillándose ante el general Cienfuegos para que hallara a su hijo José Miguel Carrasco. Pero hay cientos de chilenos que se pierden en silencio y engordan las cifras de la Policía de Investigaciones. Dolor, angustia y desolación es la realidad que puede caer sobre sus hombros un día cualquiera.




Carla Alonso
La Nación

“La Pascua no es igual sin él. Cenamos y las lágrimas caen encima de los platos. En Año Nuevo, la gente sale a la calle, se saluda y nosotros nos quedamos encerrados. ¿Para qué vamos a fingir que tenemos felicidad si por dentro estamos destruidos?”, relata Luisa Ruiz con un dejo de amargura.

Ella perdió a su hijo Jordan Fernández hace casi ocho años. El joven tenía 15 cuando desapareció en un liceo de La Unión, donde estaba interno. Su padre, Ruperto Fernández, viaja todos los meses a buscarlo. Hasta hoy esperan una explicación sobre la tragedia. Desde el 16 de diciembre de 1997, fecha en que desapareció Jordan, un gran lienzo con su rostro empapela el dormitorio matrimonial.

Esta historia no es aislada. En Chile, cada tres horas desaparece un niño o un adulto. El 80% de los casos son personas que se fueron voluntariamente o sufren de algún problema mental, y permanecen largo tiempo inubicables. El resto de los casos representa la cifra más dramática, porque no tienen explicación. Los rastros se pierden y las hipótesis se multiplican sin llegar a una solución. Como si se los hubiera tragado la tierra.

BÚSQUEDA FRENÉTICA

Para los familiares de personas perdidas, el drama nunca termina. No hay entierro ni ceremonia de despedida. Lo único que existe es la esperanza de ver aparecer, como si el tiempo no hubiese transcurrido, a su ser querido.

El rito se repite ese día y durante meses: caminar por enésima vez por el último recorrido que hizo su hijo, su hermano o su padre. Tomar en cuenta las pistas de la última persona que lo vio. Diseñar afiches y movilizar redes de apoyo. Rastrear día y noche sin pegar un ojo y, a veces, sin ingerir alimento. Correr al Servicio Médico Legal cada vez que son advertidos por la buena voluntad de algunos funcionarios de la aparición de un NN.

A menudo, con el paso de las semanas, los parientes de personas desaparecidas caen en la cuenta de que la búsqueda es infructuosa. Entonces recurren a mentalistas y detectives privados. Ahí se originan las teorías más siniestras* sobre tráfico de órganos, corrupción o trata de niños.

En el caso de Sonia Vargas, la escena se reitera hace 15 años. Ella es presidenta de la Corporación Ayúdame, que reúne a familiares de gente desaparecida. Sonia perdió a su hijo José Gonzalo Pereira y hoy sigue aguardando que cruce el umbral de su puerta. “Hablo de él en presente porque no he perdido la esperanza de hallarlo. Nunca se me ha pasado por la cabeza que esté muerto. En alguna parte tiene que estar. Se perdió en circunstancias extrañas. Como en un mall o en un supermercado, donde hay mucha gente, y miras para el lado y tu hijo ya no está. No lo vi nunca más”, cuenta Sonia mientras hojea el álbum personal de su regalón.

JOSÉ GONZALO Y EL MAR

Al hijo de Sonia le fascinaba ir a la playa. Cuando desapareció tenía 13 años, pero parecía de seis debido una deficiencia mental leve. Corría el 22 de enero de 1990. “Estábamos de paseo con unas vecinas en Cartagena. Bajamos a la Playa Grande. Siempre lo llevaba de la mano porque era inquieto, se iba con otras personas. Lo solté para extender la toalla. Al voltear, el niño no se encontraba a mi lado. Fue cosa de segundos”.

El lugar estaba atestado de gente y empezaron a buscarlo por todas partes. Al comienzo, Sonia se culpó por la pérdida de José Gonzalo. No quería volver a Santiago. Se quedó como seis meses en Cartagena. Buscó día y noche. “Pusimos afiches en los hospitales y en las postas. El mayor de la comisaría de Cartagena me dijo que no me preocupara porque el caso estaba en todas las comisarías del país. Pero no era así, ni siquiera la policía de El Tabo tenía idea de que se había perdido mi hijo”, dice Sonia.

Fue tanto su sufrimiento que intentó suicidarse. Demoró tres años en cambiar de

Sonia Vargas viaja a la Playa Grande de Cartagena cada vez que su hijo está de cumpleaños y en el aniversario de su desaparición.

actitud. “Me dije: ‘Sonia, mañana vas a ser otra. Tienes que estar bien para recibir a José Gonzalo y cuidar a los otros dos hijos’. Pero la pesadilla sigue. En las noches despierto pensando dónde estará mi hijo”.

PISTAS POLICIALES

Al igual que Sonia, cientos de chilenos sobreviven con la angustia de tener un familiar desaparecido. Un problema antiguo que aumentó de interés súbitamente y motivó la creación de dos divisiones especiales dentro de las policías. El objetivo era mejorar la seguridad ciudadana y fue anunciado por el Presidente Lagos en octubre de 2001.

La división de Carabineros nació en julio de 2002 y se bautizó Sección de Encargo de Personas (SEP). La de Investigaciones es la Brigada de Ubicación de Personas Perdidas (Briup), que partió en diciembre de 2002.

Con este sistema no hay que esperar como antes 24 ó 48 horas para presentar una denuncia por presunta desgracia. Basta con tener la duda o el temor para dejar una constancia en las comisarías o en Investigaciones.

EL CASO DE JORDAN

Ruperto Fernández dice que nadie lo ayudó a buscar a Jordan, su hijo menor. Recuerda como si fuera ayer ese viernes en que fue a buscarlo al Liceo Industrial Ricardo Fenner de La Unión, en la X Región, donde cursaba primero medio en régimen de internado.

Pasaron los minutos y el chico no aparecía. Ruperto le preguntó a los compañeros, a los profesores y al director del liceo, José Poblete. Nadie lo había visto. El rastro de Jordan se perdió la mañana del martes, cuando debía rendir un examen de matemáticas. Sus compañeros recordaron que fue el único que no apareció del curso. Curiosamente, también había desaparecido su cama y su colchón.

“Esos días fueron atroces. El lunes salimos desesperados”, dice Luisa Ruiz, la madre. “Fuimos al juzgado, a Investigaciones y a Carabineros. Lo buscamos por todos lados. Ahí empezó nuestro calvario”.

Desde el momento en que desapareció se tejieron una serie de hipótesis sobre el destino que habría seguido el joven, voluntaria o involuntariamente. “Que mi hijo se había fugado del colegio, que era marihuanero, que andaba en las barras bravas”, cuenta Ruperto. Una vez que se barajaron todas las suposiciones, los padres de Jordan se desesperaron, porque el colegio cerró por vacaciones y “nadie hizo nada, nadie se movió. Flores, el encargado del Cuartel de Investigaciones de La Unión, perdió tres meses investigando a mi familia”.

LA FOTO DEL PERDIDO

René Silva desapareció hace siete años en Quilicura. Era el regalón de su padre, Juan Silva, y sufría lagunas mentales. Su hermana Adriana cuenta que a René no le gustaba tomarse fotos. Casi todas las imágenes de él que dan vueltas por las comunas del norte de Santiago son de video.

René se perdió el martes 17 de noviembre de 1998, alrededor de las siete de la

Adriana Silva ha recorrido el país de norte a sur para hallar a René, su hermano perdido. Este mapa la ayuda a orientarse en su peregrinación.

tarde. Tenía 35 años. A simple vista, él era totalmente normal, pero sufría de desorientación y por eso sólo paseaba dentro de Quilicura. Visitaba parientes y retornaba a la casa de su papá. Como eran siete hermanos y vivían todos relativamente cerca, René podía regodearse.

El día que desapareció señaló que iba a salir un rato. No dijo dónde. Pasaron las horas y no regresaba. Los hermanos comenzaron a llamarse unos a otros, pero no daban con su paradero. De ahí, una escalada de búsqueda, por distintas partes del país, que muchas veces fue guiada por pistas falsas. “Me llamaban por cobro revertido y decían que estaba en Quintero viviendo en un barco. Viajaba para allá y me avisaban que se había ido a La Calera. Finalmente, era una broma de un chico de siete años que había visto el afiche de René”.

Adriana cuenta que la desaparición de su hermano terminó por matar a su padre. Que el resto de la familia, excepto ella, se convirtieron a Pare de Sufrir, una iglesia evangélica. Dice que podría escribir un libro sobre el tema. Sin duda, un capítulo estaría dedicado a un festejo del Día del Padre, en junio de 1998, que coincidió con un partido de Chile en el Mundial de Fútbol. Toda la familia reunida. Torta y banderas mediante. René estaba contento, sentado en la mesa junto a su padre y su cuñado. Una de sus hermanas estaba filmando e inmortalizó ese momento. Cinco meses más tarde, René desapareció. Cuando Investigaciones revisó las cintas, se topó con esa escena, una de las últimas donde aparecía el hermano de Adriana. “Se ve clarito: abraza a mi papá y mi esposo, y se escucha que dice: ‘Ya, estoy listo para la foto del perdido’. Investigaciones no lo podía creer, se quedaron helados”.




EL PROBLEMA EN CIFRAS

Según los datos de la Briup, entre enero y octubre de este año se registraron 5.057 personas perdidas. De esas, aún no se encuentran 769. Del total de órdenes que provienen de la Fiscalía, se encuentran más del 90% de los casos. La gran mayoría corresponde a adultos y se hallan con vida.

“Las causas de desaparición de personas son múltiples: porque tienen problemas familiares, de violencia o convivencia familiar”, dice Miguel Aliaga, jefe de la Briup”. “Otros rompieron sus relaciones, emigraron a otra región y no quieren ser ubicados. Algunos, también denuncian para ubicar a la persona y seguir un juicio por pensión alimenticia”.

La labor de Investigaciones se complementa con la que realiza la Sección Encargos de Personas, de Carabineros. “En Chile se pierden más las mujeres de entre 13 y 18 años. Y los hombres, entre los 19 y los 40. Del total, sólo el 10% corresponde a menores de edad”, cuenta la capitana Mariana Alarcón, jefe de la sección.


* Nota mía: siniestras pero desgraciadamente posibles.

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