El 18 de marzo de 2008, Michael Mastromarino se declaró culpable ante un juez de EE. UU. de haber manipulado 1.800 cadáveres durante cinco años para extraer huesos, tejidos, piel, órganos, válvulas cardíacas y otras partes con destino al mercado negro. El negocio era redondo. Este cirujano dental compraba los cuerpos a las funerarias por 1.000 dólares cada uno. Una vez separadas las partes útiles, obtenía 13.000 euros por cadáver, que Mastromarino rellenaba después con tubos de plástico para que sus familiares no notaran nada.
Este caso es el último de una larga serie que ha llegado en los últimos años a los tribunales de EE. UU. y ha venido a confirmar el crecimiento vertiginoso del mercado negro de cadáveres, sin que las autoridades acierten a implementar ni siquiera medidas para su regulación, como ahora se pide desde diferentes sectores. A los hospitales han llegado partes de personas fallecidas por sida, hepatitis u otras enfermedades, sin que funcionaran los controles actualmente existentes tanto en EE. UU. como en muchos otros países. Al contrario, como vienen demostrando los expertos, la profesión de corredor de cuerpos se está constituyendo en una actividad en expansión aceitada por pingües beneficios.
DESDE EL SIGLO XIX
El tráfico ilegal de cadáveres desde luego no es nuevo. Hay historias al respecto sobre todo desde el siglo XIX, cuando los estudios de anatomía ganaron carta de ciudadanía. El salto cualitativo viene propiciado por un crecimiento espectacular de la demanda de partes del cuerpo humano, ya sea para investigación científica, farmacológica y docencia médica, como para trasplantes o para la denominada cirugía reparatoria, mientras que, por otra parte, la oferta dentro del marco legal ni siquiera se acerca someramente a dicha demanda En este nido ha crecido el comercio internacional de cadáveres, nutrido por redes de empresas e industrias, líneas de distribución y logística y, finalmente, numerosos puntos de venta, pese a que todos los países del mundo, excepto China e Irán, consideran ilegal el comercio de partes del cuerpo humano. Pero lo cierto es que nunca como hoy los vivos necesitan tanto a los muertos.
En EE. UU., cerca de un millón de personas al año se someten a cirugía para trasplantes de tejidos blandos, piel, huesos, tendones u órganos diversos, todo ello procedente de cadáveres. Cada año, 10.000 estadounidenses donan su cuerpo a la ciencia. Si se le suma las partes procedentes de las víctimas mortales de accidentes, el desnivel entre oferta y demanda es sideral. Según Donna Dickinson, experta en bioética y autora del reciente libro Body Shopping (Compra de Cuerpos),hay compañías que aseguran beneficios de 200.000 dólares por cuerpo una vez que sus partes entran en el mercado negro.
Este negocio se alimenta tanto de las necesidades perentorias de quienes requieren el trasplante de órganos para su supervivencia, como de la presión popular hacia una especie de aspiración a la inmortalidad o la promesa de la eterna juventud. En este caldo de cultivo, miles de familias y de profesionales no se preguntan por la procedencia de las partes del cuerpo humano que necesitan, aunque ahora cunde una sospecha generalizada: donde no llega el sistema legal, lo hace el mercado negro que promete resolver el problema aquí y ahora y no en una angustiosa lista de espera.
ÓRGANOS
En EE. UU. mueren al año más de 6.000 personas esperando un trasplante de riñón, pulmón o corazón. En Gran Bretaña, 400. Estos números proyectan la insoportable carga de estrés y desesperanza de quienes aguardan un órgano salvador en el hospital, a veces mantenidos con sistemas artificiales. En EE. UU. hay unas 100.000 personas en esa situación y apenas el 20% recibirán el trasplante esperado. No resulta fácil obtener este tipo de cifras en los países desarrollados, ya no digamos en las potencias emergentes. Pero constantemente afloran casos en Israel, Turquía, Centroeuropa o el Sudeste asiático, además de los escenarios bélicos, algunos tan macabros como la extracción de órganos en vida, con o sin el consentimiento del donante, por precios que después se multiplican por mil o diez mil en las transacciones finales.
Consultando Internet se puede ver la deriva en la opinión pública acerca del comercio ilegal de cadáveres. Hasta hace tan sólo unos cinco años, prevalecía el punto de vista de lo que podríamos denominar la era de la ética contra los ladrones de cadáveres que satisfacían demandas puntuales, sobre todo de la investigación médica. A medida que la salud y el aumento de la esperanza de vida se han convertido en los bienes más preciados de las sociedades avanzadas, los argumentos han comenzado a moverse hacia la comprensión de la situación por la que atraviesan los pacientes y sus familiares, el reconocimiento de la importancia del negocio de los transplantes -ya sea por estética o para salvar vidas-y la necesidad, en todo caso, de flexibilizar el marco legal para regular un mercado que va siempre envuelto en una complejidad ética y cultural que afecta nada menos que a la concepción social de la muerte y la manipulación no consentida de los cuerpos de seres queridos.
MERCADO ABIERTO
La propuesta que gana cada vez más adeptos es la compra y venta de órganos humanos en un mercado abierto. Cuando aparecen los matices, se desatan las inquietudes. Como la sugerencia de cambiar la donación de órganos (sin que desaparezca esta figura legal) por su venta por parte del donante en vida, o de sus familiares cuando fallezca. En este caso, aparte de la complejidad de las reglas del consentimiento, el estrés de la decisión se traslada al seno de las familias, quizá hasta límites insoportables en momentos de crisis económica. Algunos analistas proponen incluso que el órgano se pueda vender en vida y acordar que el dinero se pague a los descendientes, lo cual no deja de ser una forma legal de plantar la semilla de una enfermiza desconfianza en familias quizá muy sanas. El punto de vista opuesto considera que medidas como éstas consagraría la parte más execrable del actual mercado negro de cadáveres, donde los más pobres son los más vulnerables a las tropelías que se vienen denunciado en muchos países del mundo.
Incluso los proponentes de regularizar el mercado de cuerpos reconocen que negociar con la muerte no es una forma de vida muy segura. Se haga como se haga, no habría forma acabar con el suministro ilegal de partes del cuerpo humano propiciado por los desequilibrios sociales, las guerras y las asimilación de la ideología de la salud total, reparadora o prolongadora de la vida, por las emergentes y pujantes clases media de países como China o India, por citar tan sólo a dos países en pleno crecimiento económico donde se ha admitido públicamente la existencia de este mercado negro. Michele Goodwin, en su excelente libro Black Markets, concluye ante este escenario que el mercado negro de cuerpos humanos ha venido para quedarse. Y no será fácil convivir con él.